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Cancelación del valor

Entre más disperso sea el orden cronológico de los eventos, peor puede ser el caos resultante, todo esto al amparo de esa dualidad entre los actos de normalización y los de cancelación

Laboratorio Político 11 de enero de 2021 Juan Manuel Rodea Juan Manuel Rodea
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@ManuelRodea

¿Continúas con el valor o ‘te vale’?, porque hay cuestiones cambiantes en el valor, hay otras que trascienden tiempos y personajes, lo cierto es que es una negligencia ontológica anticipada por Ayn Rand esa fantasía de hacer a un lado la realidad ignorándola, porque aunque la evitemos termina reencontrándonos con todas sus consecuencias.

Así como se habla de derecho positivo o economía positiva como todo lo que ha acontecido entre los individuos en términos de normas y acuerdos, podríamos hablar de valor positivo en este mismo contexto como algo que queda registrado sea o no consultado. Esto es totalmente contrastable frente a las cuestiones normativas del derecho, la economía o el valor mismo, y así los parámetros pueden ir hacia lo medible en tiempo y espacio, de ahí que la meta de referencia casi coincida con un término geométrico o estadístico que se conoce como “normal”, y de aquí se dirigen en el contexto cualitativo las directrices que representan las normas.

Y es que a propósito de las normas, hay una reciente tendencia a “normalizar cosas”, y hubo un tiempo que se empezó a ver en redes mensajes como “normalicemos hablar de tal cosa”, “normalicemos tal problema”, “normalicemos tal condición”… y tan frecuente se volvió esto que entre humor y preocupación no podemos algunos sino encontrar una posible respuesta hacia esa pregunta que nos hacemos sobre el significado de la “nueva normalidad”.

Y es que de verdad preocupa que “normalizar” conductas, creencias o valores alternativos en busca de romper paradigmas tan sólo por un buscado sentido de subversión, después de brindar una dosis de adrenalina y “empoderamiento”, tiene consecuencias en la nueva dinámica social, al grado de que no se pueda usar un nombre para referirse a un pastelillo porque suena ofensivo para gente de piel oscura o que lleguen a correr a un empleado de una cafetería por escribir un simple nombre diferente al que alguien de la clientela le pidió.

En la posguerra del s. XX la humanidad quedó horrorizada con la crueldad del nazismo y otros regímenes, de ahí que algunos pensadores retomaran esa paradoja de Karl Popper sobre límites para tolerar a los intolerantes –en México embona con aquel refrán de que “el valiente dura hasta que el cobarde quiere” –, y es que el problema no es que se repruebe alguna forma de conducirse alguien, el problema es que la coerción colectiva degenere en una nueva forma de intolerancia y que de hecho termine anteponiendo las ideas a la razón y a los valores auténticos, y así cualquier diferencia con el pensamiento único puede ser condenada y perseguida por una mayoría cultural, social, y en el peor de los casos institucional y política.

Ahí es donde radica la gravedad de esa cultura de la normalización y visibilización de demandas que aún con orígenes justos degradan y banalizan diferentes vertientes de la búsqueda del bien común, de ahí que se victimice a extremistas islámicos que ejecutan personas por hacer caricaturas de Mahoma mientras miles de cristianos se contienen de indignación ante publicaciones donde igual se ofende a Jesucristo “en nombre de la libertad” –de hecho si manifiestan esa molestia los intolerantes son ellos–, ¿quiénes son los tolerantes y quiénes los intolerantes?, ¿hay causas, ideas y formas que se van a reivindicar y otras que se van a repudiar, despreciar y combatir?, ¿quién se terminó beneficiando de esto?

Quien se ofendió en el pasado por lo del nombre en el café tiene en estos días completa libertad para ridiculizar a quienes simplemente mencionaron los orígenes cristianos de la tradición de la rosca de reyes muy a pesar de la adaptación a los personajes de moda en las pantallas, pero ahí no para el asunto: se dice que las redes sociales tienen términos y condiciones y que tienen derecho de negar el servicio a quien no los cumpla, y es que el problema no es que una empresa que brinda un espacio de expresión estipule normas, el problema es que ese derecho se imponga en detrimento de individuos e instituciones al grado de obstaculizar la entrada de competidores, y así es como la colectivización se convierte en piedra angular de los monopolios y la constitución del stablishment, y adviértase que en condiciones normales –a propósito de la pérdida de la noción de “lo normal”– un síntoma natural es la desaprobación de estos actos.

Llevado esto hasta las últimas consecuencias, ya debería preocupar a estas alturas del partido que la destrucción de propiedad privada y amenaza a varias vidas sea justificada y hasta romantizada en algunos casos y que en otros sea señalada, exagerada y condenada –independientemente de que haya o no infiltraciones en algunas movilizaciones–; y entre más disperso sea el orden cronológico de estos eventos, peor puede ser el caos resultante, todo esto al amparo de esa dualidad entre los actos de normalización y los de cancelación.

Hoy se trata del problema de la libertad de expresión vulnerada, el día de mañana puede ser el derecho a la propiedad. El reto es no cancelar ningún valor, antes bien, el bien común supone una dimensión de valor complementario, ahí si podríamos estar contemplando un auténtico valor normativo que mal haríamos en intentar siquiera cancelar.

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