La disidencia como valor: ¿Cómo defender la diferencia y el diálogo en las comunidades?

Adrián Rodríguez, reflexiona sobre la importancia de la disidencia como una forma de expresar el desacuerdo y la diversidad dentro de las organizaciones y grupos humanos. También advierte sobre los riesgos de la cerrazón, la dictadura y el abuso que pueden surgir cuando se niega la posibilidad de diferencias legítimas.

PolitizArte 25 de agosto de 2021 Adrián Rodríguez Alcocer
La Justa Razón-min
Ilustración de Pablo Cid

La rebeldía siempre ha sido un asunto polémico. Desde quienes romantizan toda forma de rebeldía y oposición a las reglas, legítimas o ilegítimas, hasta quienes condenan toda forma de cuestionamiento a la autoridad, el término “rebelde” puede ser dicho o entendido como un halago o como un insulto. La rebeldía, sin embargo, implica una oposición abierta a la autoridad, ya sea activamente combatiéndola e incitando a otros a combatirla, o negándose de plano a seguir sus instrucciones o a cumplir las propias obligaciones, usualmente también invitando a otros a hacerlo.

La rebeldía implica una sublevación, un acto de desobediencia, de reto, de confrontación. La rebeldía, entonces, no es lo mismo que la disidencia. La disidencia implica la separación de una creencia, de una doctrina, de una opinión, ya sea la que sostiene la autoridad o la que sostiene el común de los miembros de una comunidad. Implica el desacuerdo y la vocalización del desacuerdo, a veces también buscando sumar a otros. Pero se puede ser disidente y no confrontativo, disidente y respetuoso, disidente y fiel. Se puede disidir por amor. 

Cuando alguien forma parte de una organización, de una comunidad, esa pertenencia lleva implícita una cierta capacidad de opinar y de participar de las decisiones comunes. Desde luego que esta capacidad admite gradualidad, pero necesita de un mínimo indispensable que salvaguarde la identidad y la libertad de la persona que es miembro de la misma.

Una comunidad sana (familia, empresa, partido, iglesia) es capaz de entender la diferencia entre las personas como una realidad humana y de respetarla dentro del marco de las normas, preceptos y creencias comunes. Uno puede ser uno mismo al mismo tiempo que es miembro de la comunidad. La individualidad, la libertad y la voluntad no se coartan, sino que forman parte integrante de la comunidad. 

Los problemas empiezan cuando las comunidades u organizaciones pierden de vista que la diferencia es una realidad fundamental del hombre y la identifican con una amenaza a la propia comunidad. Desde luego que habrá diferencias que harán la pertenencia a determinado grupo incompatible, pero esas suelen ser las menos y deben discernirse, para lo cual es fundamental, al menos, escuchar dichas diferencias.

Cuando las comunidades se “casan” con determinada idea o creencias, cuando la autoridad se vuelve dictatorial y se transforma en la única voz válida o verdadera, cuando se diviniza algún liderazgo que no admite ni discusión ni rinde cuentas a nadie, cualquier expresión de diferencia o desacuerdo entre los miembros es percibida como una amenaza a al propio grupo, como una traición y es fuertemente combatida. La posibilidad de diferencias legítimas es negada de plano y cualquiera que se atreva a manifestarla es apartado de la comunidad y tratado como un paria. 

Esta cerrazón no suele producirse de la noche a la mañana, sino que va gestándose, sobre todo en las comunidades más propensas a las jerarquías, lo que suele hacerla poco visible y, es bastante común que, una vez dentro de la comunidad, para los miembros sea muy difícil de percibir, mucho más que para un externo. Y, aquellos pocos que pueden percibirlo, suelen tener miedo de hablar o, si hablan, son tratados como rebeldes.

Esto se convierte en un caldo de cultivo perfecto para que se cometa cuanto abuso sea posible imaginar. En aras de la uniformidad, de una presunta integridad de grupo, se ataca y daña fuertemente a las personas que no piensan como la mayoría. 

Sin embargo, esto puede ser combatido desde antes que se llegue al momento de dictadura, donde los abusos ya se cometen y las cosas sólo pueden ir de mal en peor. Esto puede combatirse desde el momento mismo en el que una comunidad empieza a tender a la cerrazón, a la exigencia desmedida de uniformidad, al ataque a aquellos que no se limitan a repetir simplemente los dictados oficiales.

Cuando una comunidad empieza a mostrar estas tendencias, es cuando la disidencia se vuelve fundamental. Cuando decir “no estoy de acuerdo y tengo derecho a no estarlo” puede convertirse en el freno de mano que evite el descalabro del grupo y reconducirlo hacia un mejor camino. 

Vivimos en un mundo que nos propone la polarización, lleno de cámaras de eco que nos repiten lo mismo una y otra vez y nos hacen creer que lo que ya pensamos es lo único correcto. Que quien no esté de acuerdo es un malvado o un idiota, que el otro es el enemigo a derrotar, indigno de ser considerado humano. Adjetivos se escupen con odio y sin mirar a la persona, comunidades se dividen en facciones que exigen lealtad incuestionable. Ni la derecha ni la izquierda (por poner adjetivos políticos) están exentos de ello, al contrario. 

Hoy se requiere especial valor para alzar la voz y mostrar desacuerdo no hacia afuera, sino hacia dentro de la propia comunidad. Se requiere valor para hacer y exigir autocrítica, para hacernos responsables de nuestras propias acciones comunes y recordar que ninguna ley, ninguna ideología, ninguna doctrina, puede ponerse por encima de la dignidad humana. Para tener la humildad intelectual de reconocer los errores y exigirnos vivir coherentemente con lo que decimos predicar.

Sin duda, admitir la posibilidad de desacuerdo puede ser incómodo, y no siempre los desacuerdos serán fundados. Pero vivir con esa incomodidad es mucho mejor que vivir con los ojos cerrados y siendo cómplices de pequeños o grandes dictadores. La disidencia, hoy, es especialmente necesaria, especialmente valiosa y especialmente deseable, especialmente la disidencia responsable y fiel a la conciencia. Esa disidencia, hoy, es un auténtico valor. 

El arte y la política en el mundo. Collage de Pablo Cid para PolíticArteEl arte y la política en el mundo: un recorrido histórico

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